Un hombre recorre las últimas dos millas que le separan de aquel hogar que recuerda como suyo. Es de noche y viene cansado. Allí le esperan una madre vieja, una chiquillería inquieta, y una tierra difícil pero propia. Ante la proximidad, sonríe.
Pero ha vuelto en tiempos de escasez. Los campos se mueren de sed. El viento, soez a veces, obtuso e ingrato siempre, ha arrasado con todo, y ha convertido la antigua dicha en un erial. Donde hubo pan, no queda más que una árida desesperanza, y donde antes hubo fe, hasta la vocación de los predicadores se pierde ahora en un horizonte lejano y quejumbroso.
Así que el hombre recoge las cuatro pertenencias que son sombra de los buenos tiempos, y con el gesto fruncido y el alma resignada, marcha en pos de un nuevo paraíso. Se lleva consigo a la madre vieja, a la chiquillería cansada, y el polvo que desprende aquella tierra de la que se siente desahuciado.
En su vagar, se enfrenta con saña al sol ardiente y al bolsillo vacío. Pelea con uñas y dientes cada pedazo de pan que cae en sus manos. Y disputa, contra todos los braceros de este mundo, míseros trabajos de a cinco centavos la hora. Nada consigue, más allá de una agria desazón, alguna que otra cicatriz, y la certeza de que la tierra prometida es sólo un mito para incautos.
Siempre de noche, el hombre vuelve a colgarse el hatillo a la espalda y se aleja impotente. Atrás deja, quien sabe si para siempre, a la madre vieja, a la chiquillería en lágrimas, y a una tierra tozuda que le niega la posibilidad de volver a ser amable.
Mientras cruza campos yermos sembrados por fantasmas del ayer, mientras come mal y duerme incómodo, el hombre quisiera soñar con un futuro que tuviera el mismo tono simpático, que el del color azul de sus ojos.
The grapes of wrath.- 1940.- John Ford
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