Una luz desnuda y vertical ilumina el habitáculo. Todo queda sometido a su rigor. No hay lugar para las sombras. Hasta las mentiras, otras veces esquivas y oscuras, se muestran ahora cándidas y enjalbegadas. Sobre el camastro inferior, el que antaño ejerció de matón fuma un cigarrillo y mata el tiempo voluta a voluta. Arriba, un pelín más cerca de las estrellas, sólo un pelín, eso sí, gravita insomne su compañero de celda. Más joven. Quizá un poco menos peligroso. Trató de soñar con un beso, no lo consiguió, y se desveló.
No duermes, verdad. Pregunta. No. Contesta el otro. Cuéntame otra vez cómo fue aquello de tu socio. El pichacorta. Sí. Responde, sonriente. El cabrón tenía un rabo de proporciones aberrantes, fuera de cualquier orden canónico. La policía lo trincó cerca de Burgos, en un motel de carretera. Averiguaron en qué habitación estaba por los gritos de asombro de la puta. Y qué pasó después. Después cantó y me trincaron a mí. Jamás me perdonó que su mujer y yo nos enamoráramos.
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