Marta era mejor poetisa que puta, y eso que de esto último no andaba escasa de méritos. Las noches tempranas, después de cenar frugalmente, bajaba a la calle y se sentaba en uno de los bancos de la callejuela que desemboca en la plaza Maravillas. Era un primor verla. Hermosa ella. Allí, aleteando sus largos cabellos, encorsetado su cuerpo rotundo en su ceñido vestir, esperaba a que alguien se le acercase y pactase con ella el salario del goce. Con suerte -por aquello de escapar a los reproches y a las miradas vecinas- el primer cliente esperaba a que llegara la noche cerrada para citarse en duelo con la hembra. Era sobre todo en esa deliciosa espera, cuando Marta solía imaginar jugosas y amorosas rimas que hubieran hecho palidecer, por insultante comparación, al mejor de los orgasmos.
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