miércoles, 22 de abril de 2009

¡Fuego!

Entre las tareas asignadas, el sargento José Periáñez, jefe del pelotón de ajusticiamiento, tiene la de matar espías.
En los casi tres años de guerra que se llevan, sólo se ha acribillado a desertores o estraperlistas, de ahí que el inminente fusilamiento del primer espía, sea un acontecimiento que llene de alboroto al pelotón y de orgullo a su sargento, quien a falta de otros caprichos, encuentra verdadero solaz en el encargo de ejecutar sentencias.
Hombre solitario y de mal gesto, del sargento se sabe poco. Su ficha dice, que enviudó tras perder a su mujer en un accidente de tráfico del que él mismo tardó horrores en recuperarse. Sobre este tema, tabú entre la tropa, se ha especulado mucho, sin embargo. Algunos aseguran que Periáñez estampó adrede el coche contra un árbol, tras haber sorprendido a su mujer, menuda y graciosa como una sonrisa, en brazos de alguien de su entorno; quizá un amigo o quizá un familiar. Del resto de su familia o de su pasado, más brumas que claros.
La semana pasada se condenó a muerte al Barón, un quintacolumnista que llevaba jodiendo la marrana desde casi el inicio de la contienda. Éste, del que se desconoce su verdadera identidad, es un tipo gallardo, de cara aniñada y ojos verdes que, mientras ejerció de falso oficial, se fue tirando a la mayoría de las esposas del alto mando, siendo precisamente en las alcobas donde se proveía de la información que después pasaba al enemigo. Hoy, con los ojos vendados y magullado por los palos que le han propinado, permanece aterido a escasos diez metros de la punta del sable del sargento Periáñez, quien le observa inmisericorde y hasta, se diría, satisfecho.
Jarrea. Bajo los capotes caquis, los cinco fusileros que componen el pelotón, se encuentran dispuestos marcialmente y esperan ansiosos la orden de mando. La compañía entera, comandada por los miembros del tribunal togado y el capellán, es testigo mudo del acto. De espaldas al paredón, el Barón tirita y gimotea como un bendito.
Carguen. Grita Periáñez. En el preciso instante en que los cerrojos de los fusiles acatan la orden, el condenado ha levantado la cabeza, hasta entonces sometida por el miedo. La voz del sargento parece que le ha sonado familiar.
Apunten. Prosigue el sargento con el macabro ritual cuando, de pronto, y ante el estupor de la concurrencia, la voz del joven maniatado rompe entre lágrimas el respetuoso silencio que acompaña a la justicia. Pepe. Se le oye decir entre balbuceos. Pepe, coño. Eres tú. Soy yo. Juan. Tu hermano.

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