Mostrando entradas con la etiqueta micros. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta micros. Mostrar todas las entradas

miércoles, 3 de junio de 2009

Dulce María


Ha colgado las cortinas que acabó de coser anoche. Flores verdes y naranjas sobre fondo blanco. Alegres, para darle un toque simpático a la cocina. Y al terminar, muestra una sonrisa de humilde satisfacción.
María se pierde entre su eterna dedicación y su buen carácter. No se desespera nunca, y nunca, en sus once años de matrimonio y sus diez de madre, se ha acercado a la cólera o siquiera al mal genio. Tiene dos niños peleones, y una niña que es una perla blanca y delicada. Como ella.
Daniel la llama Mari y la quiere bien. La quiere muchisimo desde el mismo día que la vio al salir de las clases de cuarto de facultad camino de casa de sus padres, mientras él regresaba algo abatido de una entrevista de trabajo que acabó en un yalellamaremos cualquiera. Tardaron muy poco en enamorarse. Él necesitaba un primer triunfo en una vida que ya se antojaba pobre y gris, y a ella siempre le han gustado las personas con cara de buena gente. Daniel acabó de encargado de almacén en una prestigiosa cadena de tiendas de electrodomésticos, y a María no le sirvió de nada su licenciatura en químicas.
María también lo quiere un montón a él. Es bueno, atento y se esfuerza muchisimo en complacerla. Tienen una vida sentimental próspera y hacen el amor con regularidad. Él, es cierto, disfruta algo más que ella, pero eso María nunca se lo ha tenido en cuenta. Lo quiere tanto, que por eso jamás le ha dicho que sueña con vidas que se viven muy lejos de este piso de la calle Albéniz, e incluso muy lejos del pequeño chalet que sus padres le dejaron en el pueblo, y al que acuden todos los puentes, y también cuando se empiezan a templar los días. Son vidas, las soñadas, en las que él no aparece por ningún lado.
Como le quiere tanto, ni se plantea contarle que una vez, hace ya casi dos años, se dejó manosear un poco por Rafa, el profesor de Lengua de los pequeños, cuando anochecía la fiesta de fin de curso que celebraron en el gimnasio del colegio, adornado para la ocasión con guirnaldas y pancartas hechas por los alumnos. Rafa la acompañó al coche, y en el aparcamiento, María se le insinuó con una mirada casi desconocida. Lo hizo para comprobar si su cuerpo podía volver a sorprenderse. Luego Rafa la estuvo buscando un tiempo, pero las vacaciones de verano ayudaron a la reflexión y las cosas volvieron pronto a la cordura.

* Breve mención de este relato, en el maravilloso blog de Francisco Ortiz, "Novela negra y cine negro".

miércoles, 20 de mayo de 2009

La palabra redundante

La casa ya no le da miedo. Ha tardado un tiempo en conseguirlo, pero ya se ha hecho a sus enormes dimensiones, a su espeso silencio, y a su vida ausente. Va para tres meses desde aquella primera cita pactada por teléfono. Dos veces por semana apeándose en una parada de metro, en pleno corazón de la ciudad. Martes y viernes.
El dueño de la casa es un hombre de una envergadura abusiva. De una corpulencia casi mórbida. Es débil y flojo, y sus movimientos son apacibles y sin gracia. Vive solo, cubierto de un oropel rancio y tristón que dice muchas cosas de esa soledad suya.
La joven suele llegar a media tarde. Nadie sale a recibirla. Desde la segunda visita dispone de llave propia. Apenas llega, se guarda el dinero que encuentra sobre la cómoda y se desnuda. Es bella sin subrayados. Tiene los cabellos de un rubio lejano, sus piernas son atléticas y sus nalgas estrechas y firmes. Descalza y en cueros, de puntillas sobre el frío gres, se dirige a preparar el baño. Enciende el calefactor para caldear la estancia, deja al alcance las toallas y el albornoz y calienta el agua. Suele esperar al hombre arrodillada en el suelo, jugando a sumergir los dedos en la enorme bañera, y musitando una canción, que se diría infantil, en lengua extraña. Mientras, todo se va llenando de un vapor cómplice.
El hombre, hasta entonces invisible, entra en el baño. Sin dejar de mirarla ni un instante, se deja desnudar por la chica. Es parte del precio. La observa como siempre, con una mezcla de admiración y perplejidad. Al principio, a la joven le incomodaba aquella extraña insistencia en el mirar. Hoy se ha acostumbrado a ella, como también se ha acostumbrado a la decimonónica y desabrida arquitectura de la casa.
Sin mediar más que alguna leve sonrisa, la chica extranjera baña al hombre con el tacto de quien no quiere hacer daño. Lo baña con un mimo similar al que recuerda haber recibido de su madre, siendo ella una niña menuda y algo delicada. Le acaricia sus carnes magras, le amasa con suavidad su sexo mísero y, con una enorme paciencia, deja que el hombre alcance el orgasmo por el que ha pagado.
No hablan. Ni hay lengua en común, ni tampoco mucha necesidad de esforzarse en decir palabras que quizá resulten redundantes.

miércoles, 6 de mayo de 2009

La herencia

Sin darme yo cuenta, la primera primavera fuera del plañidero cobijo de mi madre, se puso en cierne. En aquella ciudad, hasta entonces penumbrosa, los días amanecían ahora luminosos y floridos. El barrio en donde Arturo y yo vivíamos cobró una inesperada y desconocida vida, que yo agradecía con el cascabeleo de una niña.
Tras dos años de relación a distancia, le insistí hasta que accedió a que viviéramos juntos. Dejé el pueblo y el trabajo en la cooperativa, y me fui tras él con el ánimo dispuesto y el gesto enamorado. Atrás quedaban sus mal disimuladas dudas, y las tres confesadas infidelidades que le perdoné sin preguntas ni reproches. Ahora parecía quererme de verdad, y a mí me bastaba para darle a cambio todo lo que me pidiese.
Sometida a aquella sensación de estar bien querida, renuncié por fin al legado de mi estirpe, y conseguí cicatrizar la dolosa herida que me había dejado la maldición que mi madre me echó al decirle que me marchaba, dejándola como la dejé, bajo las ruinas de su pasado imperfecto. Tú también te quedarás sola. Me dijo hiriente, mientras sujetaba con los labios un cigarrillo en equilibrio, y manoseaba nerviosa un vaso de whisky, haciendo que repiquetearan los cubitos. Y no tardarás en volver a mi lado. Sentenció.
Con los primeros compases del otoño, Arturo se marchó dejándome con dos meses de alquiler pendientes, y con un embarazo de quince semanas. Fui tras él. Le lloré. Le juré entregas imposibles y rendiciones eternas. Pero no volvió. Así que desde entonces, vivo rendida a la evidencia de estar estigmatizada por un destino reservado únicamente a las hembras de mi familia.
Sentada en el café del chaflán de la que fuera nuestra calle, espero que un taxi me lleve a la estación. Ha llegado a mis oídos que mi madre se muere de soledad, y por ello he decidido regresar al pueblo y soportar junto a ella la humillación por mi fracaso. Mientras tanto, una lluvia persistente se empeña en borrar las huellas de mi efímera felicidad empapándolo todo; la calle, el interior de este café, y mi rostro de mujer abandonada.

miércoles, 22 de abril de 2009

¡Fuego!

Entre las tareas asignadas, el sargento José Periáñez, jefe del pelotón de ajusticiamiento, tiene la de matar espías.
En los casi tres años de guerra que se llevan, sólo se ha acribillado a desertores o estraperlistas, de ahí que el inminente fusilamiento del primer espía, sea un acontecimiento que llene de alboroto al pelotón y de orgullo a su sargento, quien a falta de otros caprichos, encuentra verdadero solaz en el encargo de ejecutar sentencias.
Hombre solitario y de mal gesto, del sargento se sabe poco. Su ficha dice, que enviudó tras perder a su mujer en un accidente de tráfico del que él mismo tardó horrores en recuperarse. Sobre este tema, tabú entre la tropa, se ha especulado mucho, sin embargo. Algunos aseguran que Periáñez estampó adrede el coche contra un árbol, tras haber sorprendido a su mujer, menuda y graciosa como una sonrisa, en brazos de alguien de su entorno; quizá un amigo o quizá un familiar. Del resto de su familia o de su pasado, más brumas que claros.
La semana pasada se condenó a muerte al Barón, un quintacolumnista que llevaba jodiendo la marrana desde casi el inicio de la contienda. Éste, del que se desconoce su verdadera identidad, es un tipo gallardo, de cara aniñada y ojos verdes que, mientras ejerció de falso oficial, se fue tirando a la mayoría de las esposas del alto mando, siendo precisamente en las alcobas donde se proveía de la información que después pasaba al enemigo. Hoy, con los ojos vendados y magullado por los palos que le han propinado, permanece aterido a escasos diez metros de la punta del sable del sargento Periáñez, quien le observa inmisericorde y hasta, se diría, satisfecho.
Jarrea. Bajo los capotes caquis, los cinco fusileros que componen el pelotón, se encuentran dispuestos marcialmente y esperan ansiosos la orden de mando. La compañía entera, comandada por los miembros del tribunal togado y el capellán, es testigo mudo del acto. De espaldas al paredón, el Barón tirita y gimotea como un bendito.
Carguen. Grita Periáñez. En el preciso instante en que los cerrojos de los fusiles acatan la orden, el condenado ha levantado la cabeza, hasta entonces sometida por el miedo. La voz del sargento parece que le ha sonado familiar.
Apunten. Prosigue el sargento con el macabro ritual cuando, de pronto, y ante el estupor de la concurrencia, la voz del joven maniatado rompe entre lágrimas el respetuoso silencio que acompaña a la justicia. Pepe. Se le oye decir entre balbuceos. Pepe, coño. Eres tú. Soy yo. Juan. Tu hermano.

miércoles, 1 de abril de 2009

Sus días y sus noches

Al no coger el paraguas, en el trayecto hasta el trabajo acabó empapada, y el pelo se le quedó como la estopa. Salió un día lluvioso cuando nadie lo esperaba.
En la oficina, un entresuelo gris de ventanucos enrejados, la cosa fue como siempre; rutina espesa, y ella tan ausente y discreta como de costumbre. Comió, más o menos en silencio, con Amparo, la de recepción. Por la tarde, a escondidas, chateó un rato con un desconocido.
A eso de las siete la jornada concluye, y ella vuelve despacio a la soledad de su estúpida independencia.
Acaba de llegar a casa. Antes se ha pasado por el centro y ha visto reflejada su insulsa y desmedida silueta en algún que otro escaparate. Ahora toca ponerse cómoda, llamar a su madre para advertirle de que el sábado comerá con ellos, y preparar la cena. La cena resultará de todo menos ostentosa. En la nevera no tiene caprichos innegociables, sino verduras y cosas lights. Hoy toca emperador a la plancha.
Se pondrá el pijama y las babuchas, recuerdo de Marrakech. Antes de ponerse a cocinar, deambulará náufraga por el salón con una copa de vino mediocre en la mano, y jugará a hacer literatura, apoyándose en el marco de la ventana y mirando, con gesto melancólico, la lluvia resbalar por el cristal. En su memoria aparecerá el rostro de Andrés, al que conoció en aquel viaje por el norte de África organizado para solteros. La cosa no funcionó, pero tras una torpe noche en su habitación, un par de meses de esperanzadores mails y una visita frustrada a su ciudad, sabe que es lo más parecido a una pareja que ha tenido nunca.
Cenará. Verá la tele, alargará la noche con cualquier programa estúpido, y después volverá a llevarse a Antonio Gala a la cama. Leerá un poco, apagará la luz de la mesilla, y en el tozudo recuerdo de una noche africana, se masturbará con cierta prisa, que ya es algo tarde.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Al sol de marzo

Sus nietos apenas le conocen. Los niños...

miércoles, 4 de marzo de 2009

Quiéreme

Durante todo el tiempo invertido hasta...

miércoles, 18 de febrero de 2009

Es de noche y llueve

Me despierto a eso de...

miércoles, 4 de febrero de 2009

Amores de verano

Era capaz de describir...

* Basado en un relato de Manuel Vicent.

Para Alma, desde el Voramar.

miércoles, 21 de enero de 2009

La sangre y la letra


El mistral azuza con...

miércoles, 7 de enero de 2009

No se lo cuentes a nadie

Paquito siempre sospechó que...

Cuento postnavideño.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

La habitación desnuda


Como la ventana de la habitación era de las que van...