Hoy traigo un trocito del libro que me estoy leyendo, "El alma está en el cerebro", de Eduard Punset. El autor es conocido por llevar adelante el programa emitido por La 2, "REDES", y últimamente también colabora mensualmente con Buenafuente en su programa nocturno.
Éste es el texto que quería traer al blog:
Me llamó la atención porque me vuelve a llevar al tema del que he hablado otras veces, a mi necesidad (y decisión a la vez) de ser bastante transparente, de pedir lo que necesito y de mostrarme sin misterios, sin dobles juegos, sin dobleces. Porque me resulta agotador intentar descifrar a los demás, especialmente a quienes eligen fingir, confundir deliberadamente al otro, a quienes pretenden que les adivines el pensamiento y se enfadan si no aciertas en el intento. Porque no puedo con quienes te dicen una cosa cuando piensan la contraria, no sé leerles, no les veo venir, y no quiero (quizá no sepa) jugar a ese juego.
Me gusta pelearme un poco conmigo hasta ser capaz de poner nombre a las cosas que me pasan por dentro, a los pensamientos, las sensaciones, los sentimientos, las emociones... me gusta ser capaz de traducirlas en palabras, y luego compartirlas. Es verdad que compartir(te) así te hace un poco más vulnerable, dibuja un mapa de tus puntos débiles, pero creo que también facilita las cosas al otro, que no tiene que adivinarte constantemente. Quizá se pierda misterio, pero se gana cercanía y confianza. Y a mí me gusta ser ninya-transparente, libro abierto en el que leer.
Creo que el problema no está en el lenguaje, que seguramente por sí solo no sea la herramienta más precisa del mundo, pero como dice el texto, ayudado de los gestos, la mirada, la sonrisa, la entonación... mejora bastante (qué fríos quedan algunos correos electrónicos frente a la voz en primera persona, ¿verdad?). Pero el problema no está en que nuestras herramientas para comunicarnos no sean eficaces... el problema está en que tenyimos nuestras relaciones de apariencias que luego se demuestran falsas, en que decimos una cosa esperando que el otro entienda otra, en que hablamos a medias, en que estamos más pendientes de lo que se espera que digamos que de mostrarnos como somos, en que nos escondemos tras muros de palabras que no quieren acercarnos al de al lado, sino disfrazarnos permanentemente. Y así, claro que generamos confusión. No por las palabras, sino por el uso que hacemos de ellas.
Y, como tantas veces, vuelve a ser cuestión de opciones. La mía es esa, la transparencia, con lo que conlleva para lo bueno y lo malo. A mí me compensa de lejos...
Éste es el texto que quería traer al blog:
Una de las mentiras más intrigantes es la que sugiere que el lenguaje está hecho para entendernos. Desde luego, cuesta admitir que el lenguaje no sirva para eso, pero si el lector mira a su alrededor, observará que el lenguaje también sirve para confundirnos. Al menos, se trata de una herramienta muy imperfecta. Nos cuesta definir con palabras nuestros pensamientos y emociones, y por otro lado, nos cuesta adivinar qué quieren decir los otros cuando hablan. Por eso completamos nuestra comunicación con signos, con entonación, con gestos, con miradas, con sonrisas. (...) Nos comunicamos aunque sabemos que nuestra comunicación es imperfecta. Nos comunicamos a pesar de la confusión que generamos y a pesar de las limitaciones de nuestra comunicación.
Me llamó la atención porque me vuelve a llevar al tema del que he hablado otras veces, a mi necesidad (y decisión a la vez) de ser bastante transparente, de pedir lo que necesito y de mostrarme sin misterios, sin dobles juegos, sin dobleces. Porque me resulta agotador intentar descifrar a los demás, especialmente a quienes eligen fingir, confundir deliberadamente al otro, a quienes pretenden que les adivines el pensamiento y se enfadan si no aciertas en el intento. Porque no puedo con quienes te dicen una cosa cuando piensan la contraria, no sé leerles, no les veo venir, y no quiero (quizá no sepa) jugar a ese juego.
Me gusta pelearme un poco conmigo hasta ser capaz de poner nombre a las cosas que me pasan por dentro, a los pensamientos, las sensaciones, los sentimientos, las emociones... me gusta ser capaz de traducirlas en palabras, y luego compartirlas. Es verdad que compartir(te) así te hace un poco más vulnerable, dibuja un mapa de tus puntos débiles, pero creo que también facilita las cosas al otro, que no tiene que adivinarte constantemente. Quizá se pierda misterio, pero se gana cercanía y confianza. Y a mí me gusta ser ninya-transparente, libro abierto en el que leer.
Creo que el problema no está en el lenguaje, que seguramente por sí solo no sea la herramienta más precisa del mundo, pero como dice el texto, ayudado de los gestos, la mirada, la sonrisa, la entonación... mejora bastante (qué fríos quedan algunos correos electrónicos frente a la voz en primera persona, ¿verdad?). Pero el problema no está en que nuestras herramientas para comunicarnos no sean eficaces... el problema está en que tenyimos nuestras relaciones de apariencias que luego se demuestran falsas, en que decimos una cosa esperando que el otro entienda otra, en que hablamos a medias, en que estamos más pendientes de lo que se espera que digamos que de mostrarnos como somos, en que nos escondemos tras muros de palabras que no quieren acercarnos al de al lado, sino disfrazarnos permanentemente. Y así, claro que generamos confusión. No por las palabras, sino por el uso que hacemos de ellas.
Y, como tantas veces, vuelve a ser cuestión de opciones. La mía es esa, la transparencia, con lo que conlleva para lo bueno y lo malo. A mí me compensa de lejos...
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