Día de tormenta, claro, así venía marcado. Día de capsulas de colores que me anulen un poquito y me permitan descansar un rato. Día de cabeza desatada, de aire que se escapa, de locura crecida, demonios que toman posesión de su reino, día de oír cosas que no están, de ver cosas que no son, de realidades alternativas instalándose y mente confusa que intenta distinguir la realidad objetiva -eso existe?- de la percepción distorsionada. Día de no-me-veas-así, no-sepas-cómo-soy, no-quieras-acercarte. Día de para-qué, oiga, para-qué.
Y claro, como siempre, me hago chiquita y chiquita y más chiquita, y lo único que me consuela es que de seguir haciéndome chiquita pronto desapareceré. Pero no, te das de bruces con la paradoja de Zenón, la fábula de Aquiles y la tortuga. Ante cada ataque de mi cabeza, o cada silencio, o cada frase helada, yo me vuelvo la mitad de lo que era antes, cada vez más chiquita. Pero -mierda- no llego a desaparecer nunca, ya que por pequenya que sea, si pierdo la mitad de mí cada vez que me vencen / venzo, me queda otra mitad que aguanta, cada vez más pequenya, diminuta, camino de no ser nada... pero siendo. Ínfima, ridícula, absurda tras tantas derrotas. Pero siempre queda algo de mí que resiste, no hay esperanza, no llegaré a desaparecer. Sólo tendiendo hacia el infinito, pero infinito es siempre tanto tiempo...
Odio cuando todo es mierda, cuando sólo soy mierda, cuando no veo más que mierda aunque intente levantar la vista. Odio cuando mi cabeza me vence. Odio ser plena y absolutamente consciente de que aunque alguna vez gane batallas sueltas, al final la guerra sólo tiene un vencedor, y no soy yo.
[Una imagen más del artista Luke Chueh, Shadow Play. La fábula de Aquiles y la tortuga está enlazada a un mini-cuento de Augusto Monterroso, que es sin dudas lo mejor del post. Tienes más cuentos suyos AQUÍ]
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