ÉRASE una vez, una princesa que vivía en la torre más alta de un enorme castillo. Sus cabellos eran del color dorado del primer sol amable de una mañana de primavera; sus ojos adquirían por momentos la tonalidad pardusca de la tierra mojada o el brillo glauco de los mares lejanos; y sus labios tenían permanentemente la textura de la pulpa de una fruta madura, dispuesta para ser devorada de un caprichoso bocado.
Un día, cercano el fin de un invierno de los más secos y ásperos que se recuerdan, la princesa se decidió a bajar de su morada y acordó salir a dar un calmado paseo por los amplios confines de su reino.
En aquella tarde soleada, el seco azote invernal que llevaban soportando aquellas tierras parecía remitir y, quizá, se respiraba un ambiente más húmedo. La hermosa princesa reía excitada. Notaba en sus pulmones la llegada de una templada y refrescante primavera y por fin, después de mucho tiempo, en lo más adentro de su ser híbrido, sentía la cercanía de una salada brisa marina; el esperado graznido de las gaviotas; y el espumoso ruido del romper de las olas contra la agreste costa. Y eso era así, a pesar de que la princesa jamás había disfrutado de la visión del mar, encerrada entre los gruesos muros de su exquisita educación real, nunca había conseguido hacer carne sus deseos; remojar sus pies en las heladas aguas de cualquiera de las playas que quedaban entre sus posesiones, o tener que entornar sus ojos ante la cegadora transparencia del océano soñado. Ese era su dolor y la más triste de sus realidades. Siendo así sin embargo, a pesar de su incumplido anhelo a la princesa difícilmente se la veía compungida. Mujer de amable carácter y ánimo resuelto, se entretenía en imaginar a todas horas lo que sería su primer día chapoteando sobre las aguas de un mar calmo y eterno...
Un día, cercano el fin de un invierno de los más secos y ásperos que se recuerdan, la princesa se decidió a bajar de su morada y acordó salir a dar un calmado paseo por los amplios confines de su reino.
En aquella tarde soleada, el seco azote invernal que llevaban soportando aquellas tierras parecía remitir y, quizá, se respiraba un ambiente más húmedo. La hermosa princesa reía excitada. Notaba en sus pulmones la llegada de una templada y refrescante primavera y por fin, después de mucho tiempo, en lo más adentro de su ser híbrido, sentía la cercanía de una salada brisa marina; el esperado graznido de las gaviotas; y el espumoso ruido del romper de las olas contra la agreste costa. Y eso era así, a pesar de que la princesa jamás había disfrutado de la visión del mar, encerrada entre los gruesos muros de su exquisita educación real, nunca había conseguido hacer carne sus deseos; remojar sus pies en las heladas aguas de cualquiera de las playas que quedaban entre sus posesiones, o tener que entornar sus ojos ante la cegadora transparencia del océano soñado. Ese era su dolor y la más triste de sus realidades. Siendo así sin embargo, a pesar de su incumplido anhelo a la princesa difícilmente se la veía compungida. Mujer de amable carácter y ánimo resuelto, se entretenía en imaginar a todas horas lo que sería su primer día chapoteando sobre las aguas de un mar calmo y eterno...
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