Los días son ya más cortos, casi ha anochecido cuando salgo de trabajar y la lluvia empieza a ser una constante. Repiquetea tras la ventana y hasta en mi propia casa, por esa gotera que el casero no arregla y que me recuerda mi incapacidad para enfrentarme a las cosas, mi escasa capacidad para sentirme a gusto en mi propia casa, una casa que nunca acaba de ser hogar (ni empieza, realmente).
No me gustan el otonyo ni el invierno. Mi estación favorita es la primavera (curioso, con lo mal que lo paso todos los meses de marzo), y después el verano. Prefiero la calidez del sol entibiando mi cuerpo a las nubes derramándose continuamente en gotas sobre las calles eternamente mojadas. Esta estación, y aún más el invierno, llama a quedarse en casa, en el sofá, tapado con una manta, repitiendo aquello de hogar, dulce hogar... y mi casa, insisto, no me recibe así.
Plic, plic, plic... el agua sigue acumulándose en el cubo. Y según sube el nivel del agua en él, aumenta también mi desgana, mi sensación de tristeza, mi miedo ante la oscuridad y el frío que se ciernen sobre mí y me atrapan.
Pienso que tengo que encontrar el calor en otras cosas, si no en la estación. En amigos, en abrazos, en sonrisas cercanas. Y recuerdo que la mayor parte de mis abrazos se van a otro continente en apenas unas semanas, que soy una máquina de echar de menos, que nadie va a calentar mis pies fríos en la cama.
Lloran las nubes, fuera, tras la ventana. Llora mi casa, goteo incansable desde el techo. Y lloran mis ojos por el otonyo que ya sentimos dentro.
No me gustan el otonyo ni el invierno. Mi estación favorita es la primavera (curioso, con lo mal que lo paso todos los meses de marzo), y después el verano. Prefiero la calidez del sol entibiando mi cuerpo a las nubes derramándose continuamente en gotas sobre las calles eternamente mojadas. Esta estación, y aún más el invierno, llama a quedarse en casa, en el sofá, tapado con una manta, repitiendo aquello de hogar, dulce hogar... y mi casa, insisto, no me recibe así.
Plic, plic, plic... el agua sigue acumulándose en el cubo. Y según sube el nivel del agua en él, aumenta también mi desgana, mi sensación de tristeza, mi miedo ante la oscuridad y el frío que se ciernen sobre mí y me atrapan.
Pienso que tengo que encontrar el calor en otras cosas, si no en la estación. En amigos, en abrazos, en sonrisas cercanas. Y recuerdo que la mayor parte de mis abrazos se van a otro continente en apenas unas semanas, que soy una máquina de echar de menos, que nadie va a calentar mis pies fríos en la cama.
Lloran las nubes, fuera, tras la ventana. Llora mi casa, goteo incansable desde el techo. Y lloran mis ojos por el otonyo que ya sentimos dentro.
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