Omi está en el hospital.
No es grave pero está asustada.
Quise heredar de ella la mitad de su salero.
Tendré que conformarme con la herencia de su fobia a las batas blancas.
Omi me dibujaba burros feos en las libretas.
Me prestaba sus tacones y sus collares.
Me hacía vestidos de lana demasiado grandes para mis barbies.
Me subía en sus rodillas: al paso, al paso, al paso, al trote, trote, trote, al galope, galope, galope!
Omi es la culpable de que mi infancia huela a hierbabuena y canela.
Hacía bolitas con la molla del pan convertiéndolas en borreguitos pastando encima del ule.
Sabía contarme cuentos de María Sarmiento y enseñarme coplillas de otras épocas.
Omi, como la Lola: torbellino de colores, no hay en el mundo una flor que el viento mueva mejor...
74 años de gracia, 60 kilos de arte que pasea marcando el paso del taconeo de su energia.
Omi, mi abuela, mi lucerillo, que diría ella.
La llamo para preguntarle que tal está.
La llamo porque me gusta escuchar su acento.
Su acento que me trae imágenes de olivos y casitas blancas.
La llamo porque quiero que sepa que la quiero.
- Señora ¿qué tal nos encontramos?
- ¡Uy, cuanta alegría en esa voz, niña! Espero que sea un buen chico.
- Jajaja ¡pero bueno!
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