Me encanta hacer regalos. Me gusta descubrir algo que sé que hará que los ojos de su destinatario se iluminen y que sus labios se curven en sonrisa, me gusta cuando se ponen nerviosos abriendo el papel, me gusta que pregunten "qué es, qué es?". Sin necesidad de fechas senyaladas en el calendario, sólo porque te apetece sacar ese gesto, esa mirada brillante. Ayer lo hice, por ejemplo, y me encantó su cara al descubrir el regalo bajo el papel.
Pero hoy quería hablar de otro regalo. Hace más de dos anyos compré un regalo para una persona a la que no podía dárselo, porque estábamos muy lejos el uno del otro, una distancia de las que no se miden en kilómetros. Con las senyales de prohibido a lo largo del camino del encuentro era imposible acercarse para darle el regalo, pero entonces pensé que encontraríamos la manera y que para cuando llegara el momento su regalo estaría esperándole, y que se alegraría de que me hubiera seguido acordando de él en la distancia.
Pero los meses pasaban y el encuentro no llegaba, y el regalo se quejaba desde la estantería. Empezó a doler verlo ahí, envuelto, unas risas que morían antes de nacer y eran sustituidas por lágrimas. Y dolió meses y meses, porque yo no podía quedármelo para mí, aunque también hubiera sido un regalo acertado, y tampoco podía dárselo a nadie porque... tenía la sensación de que era de Él, que tenía que esperarle.
Hace poco se juntaron dos cosas. Una, que los paquetes envueltos traían lágrimas demasiado a menudo. Y dos, la importante... que me encontré con una persona que merecía que la hicieran sonreír tanto como el que más, sin duda; al que también quería ver abriendo con ojos brillantes un paquete destinado a él; que el regalo le venía como anillo al dedo y que además podíamos disfrutarlo juntos, entre amigos, y volver a convertir en risas lo que tanto tiempo habían sido lágrimas.
Y se lo di. Él cree que ha recibido un regalo que era de otro, pero no sabe que lo hizo suyo porque su risa es oro, y por tantas cosas que no caben en un post. Y tampoco sabe que la que tendría que dar las gracias por el regalo soy yo, porque si su risa es valiosa, cuando salta entre el eco de los amigos que nos reunimos en su salón yo misma me sorprendo riendo por encima de la melancolía. Y eso tiene mucho más valor que el regalo que yo haya podido hacerle... que ahora parece que siempre haya sido suyo, porque hoy tiene más razones para ser su verdadero duenyo que el destinatario original.
(Y no hay rencor con su primer duenyo, en absoluto, pero cuando nos reencontremos, en ese futuro lo suficientemente lejano como para sentirlo siempre demasiado, ya habrá tiempo de nuevos regalos, sin lágrimas, sin promesas de eterna espera...)
Pero hoy quería hablar de otro regalo. Hace más de dos anyos compré un regalo para una persona a la que no podía dárselo, porque estábamos muy lejos el uno del otro, una distancia de las que no se miden en kilómetros. Con las senyales de prohibido a lo largo del camino del encuentro era imposible acercarse para darle el regalo, pero entonces pensé que encontraríamos la manera y que para cuando llegara el momento su regalo estaría esperándole, y que se alegraría de que me hubiera seguido acordando de él en la distancia.
Pero los meses pasaban y el encuentro no llegaba, y el regalo se quejaba desde la estantería. Empezó a doler verlo ahí, envuelto, unas risas que morían antes de nacer y eran sustituidas por lágrimas. Y dolió meses y meses, porque yo no podía quedármelo para mí, aunque también hubiera sido un regalo acertado, y tampoco podía dárselo a nadie porque... tenía la sensación de que era de Él, que tenía que esperarle.
Hace poco se juntaron dos cosas. Una, que los paquetes envueltos traían lágrimas demasiado a menudo. Y dos, la importante... que me encontré con una persona que merecía que la hicieran sonreír tanto como el que más, sin duda; al que también quería ver abriendo con ojos brillantes un paquete destinado a él; que el regalo le venía como anillo al dedo y que además podíamos disfrutarlo juntos, entre amigos, y volver a convertir en risas lo que tanto tiempo habían sido lágrimas.
Y se lo di. Él cree que ha recibido un regalo que era de otro, pero no sabe que lo hizo suyo porque su risa es oro, y por tantas cosas que no caben en un post. Y tampoco sabe que la que tendría que dar las gracias por el regalo soy yo, porque si su risa es valiosa, cuando salta entre el eco de los amigos que nos reunimos en su salón yo misma me sorprendo riendo por encima de la melancolía. Y eso tiene mucho más valor que el regalo que yo haya podido hacerle... que ahora parece que siempre haya sido suyo, porque hoy tiene más razones para ser su verdadero duenyo que el destinatario original.
(Y no hay rencor con su primer duenyo, en absoluto, pero cuando nos reencontremos, en ese futuro lo suficientemente lejano como para sentirlo siempre demasiado, ya habrá tiempo de nuevos regalos, sin lágrimas, sin promesas de eterna espera...)
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