Odio todas las frases que empiezan por "A tu edad...", "Con esa edad..."; odio las frases sobre arroces que se pasan y sobre responsabilidades que se deberían haber asumido ya. Me cuesta la idea de crecer, me cuesta desde los quince anyos, cuando la adolescencia se me hizo cuesta arriba, sintiendo mi cuerpo como una cárcel que cambiaba para mi disgusto y me atrapaba sin reflejarme.
Y hoy me sigue costando. En teoría, asumo las responsabilidades de una persona de mi edad e incluso de más adulta: mientras que la mayoría de mis amigos de mi edad viven con sus padres, yo me independicé -un poco forzosamente, sí, pero me independicé- hace dos anyos, tengo un trabajo fijo desde hace cuatro y nadie más que yo paga mis facturas, llega a fin de mes calculadora en mano, se hace la declaración de Hacienda o decide cuándo entro y salgo, dónde voy o cuándo vuelvo.
Aun así, hay cambios que me siguen costando, cambios que asocio a la madurez que yo sigo sintiendo lejana, ajena. Y cuando veo que se me vienen un poco encima, tiemblo, y me hago pequenya y me acuerdo de Peter Pan, el ninyo que no quería crecer, y dejo la ventana abierta por la noche para que pueda encontrarme, saltar a mi habitación desde la ventana y llevarme con él al País de Nunca Jamás donde ni estaría sola ni habría más peligros que un Capitán Garfio al que nunca temí -quizá porque mi madre me ensenyó que los piratas no eran malos, sino hombres valientes que amaban la libertad y la encontraban mar abierto-.
Estos días miro en Internet casas nuevas que puedan acogerme, más grandes que mi miniestudio donde ni siquiera tengo espacio para mis libros, mis muebles, mis adornos en las paredes. Estos días hago cálculos, pienso en hipotecas que cargaría sola, me imagino construyendo un hogar y esperando que me salga mejor que el primer intento un poco fallido, porque a esta minicasa nunca la he conseguido sentir hogar del todo. Estos días crezco un poco como los estirones que se daban después de pasar unos días con fiebre, y me asusto de mí y del rumbo que no sé si estoy eligiendo o de nuevo, eligen por mí -mi familia, la sociedad, el camino de baldosas amarillas que parece que hay que seguir a la fuerza-. Estos días siento que ser adulta es estar un poco sola, y me da miedo, porque seguramente una de las cosas que más temo es esa, la soledad no elegida.
Y me asomo a la ventana en la noche, esperando al ninyo vestido de verde que me rescate de la madurez, que no me deje sentirme sola. Me da el viento en la cara, pero el ninyo no viene. Y acabo dormida con los brazos sobre el alféizar, ventana abierta, sonyando con volar allá, la segunda estrella a la derecha y recto hasta el amanecer.
[La imagen que encabeza este post es una fotografía de Bill Nichol de la escultura de Peter Pan y Campanilla hecha en bronce por Cecil Thomas, que está situada en el Jardín Botánico de la ciudad de Dunedin, en Nueva Zelanda]
Y hoy me sigue costando. En teoría, asumo las responsabilidades de una persona de mi edad e incluso de más adulta: mientras que la mayoría de mis amigos de mi edad viven con sus padres, yo me independicé -un poco forzosamente, sí, pero me independicé- hace dos anyos, tengo un trabajo fijo desde hace cuatro y nadie más que yo paga mis facturas, llega a fin de mes calculadora en mano, se hace la declaración de Hacienda o decide cuándo entro y salgo, dónde voy o cuándo vuelvo.
Aun así, hay cambios que me siguen costando, cambios que asocio a la madurez que yo sigo sintiendo lejana, ajena. Y cuando veo que se me vienen un poco encima, tiemblo, y me hago pequenya y me acuerdo de Peter Pan, el ninyo que no quería crecer, y dejo la ventana abierta por la noche para que pueda encontrarme, saltar a mi habitación desde la ventana y llevarme con él al País de Nunca Jamás donde ni estaría sola ni habría más peligros que un Capitán Garfio al que nunca temí -quizá porque mi madre me ensenyó que los piratas no eran malos, sino hombres valientes que amaban la libertad y la encontraban mar abierto-.
Estos días miro en Internet casas nuevas que puedan acogerme, más grandes que mi miniestudio donde ni siquiera tengo espacio para mis libros, mis muebles, mis adornos en las paredes. Estos días hago cálculos, pienso en hipotecas que cargaría sola, me imagino construyendo un hogar y esperando que me salga mejor que el primer intento un poco fallido, porque a esta minicasa nunca la he conseguido sentir hogar del todo. Estos días crezco un poco como los estirones que se daban después de pasar unos días con fiebre, y me asusto de mí y del rumbo que no sé si estoy eligiendo o de nuevo, eligen por mí -mi familia, la sociedad, el camino de baldosas amarillas que parece que hay que seguir a la fuerza-. Estos días siento que ser adulta es estar un poco sola, y me da miedo, porque seguramente una de las cosas que más temo es esa, la soledad no elegida.
Y me asomo a la ventana en la noche, esperando al ninyo vestido de verde que me rescate de la madurez, que no me deje sentirme sola. Me da el viento en la cara, pero el ninyo no viene. Y acabo dormida con los brazos sobre el alféizar, ventana abierta, sonyando con volar allá, la segunda estrella a la derecha y recto hasta el amanecer.
[La imagen que encabeza este post es una fotografía de Bill Nichol de la escultura de Peter Pan y Campanilla hecha en bronce por Cecil Thomas, que está situada en el Jardín Botánico de la ciudad de Dunedin, en Nueva Zelanda]
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