Cuando yo era ninya, no sabía bien qué eran los padres (hombres). Yo no tenía, mi hermano tampoco y los de los otros ninyos... pues qué queréis, se les veía bien poco. Las que iban a recoger a mis amigos al cole eran siempre las mamás, las que preparaban la merienda eran las mamás, las que les llevaban al cine o de cumpleanyos eran ellas de nuevo... los padres eran un ente que salía en algunos cuentos, en el de Ricitos de Oro y Los Tres Ositos, por ejemplo, y lo único que se sabía de ellos es que eran grandes. Hasta ahí.
Luego, en una época de ninya en que pasé bastante tiempo en el hospital, aparecieron los padres. No para estar con los ninyos -que insisto, no es que yo les tenga manía, es que brillaban por su ausencia, al menos hace veinte anyos-, que esa labor seguía siendo de ellas, pero tachán... eran los que aparecían cuando se daba el alta para cargar con las maletas y hacer el traslado a casa en un coche más o menos flamante.
Y yo pensaba, y un día se lo dije a mi madre, que era una pena que no tuviéramos papá -como si eso se compartiera, ella y yo el mismo-, porque siempre teníamos que cargar nosotras con los bártulos y esperar a que llegara un taxi.
Esta historia tiene un final bonito (que mi madre le contó lo que yo había dicho a un companyero de su curro que a partir de entonces ejerció de papá, llevando maletas hasta su coche y el coche hasta nuestra casa, y que yo andaba orgullosísima del papá que habíamos encontrado -seguía sin entender muy bien el concepto, está claro), pero es el germen de cierta desconfianza que yo he tenido siempre hacia el género masculino, no como hombres en sí pero sí acerca de su incapacidad para ser buenos padres. El mío no lo fue -aunque tampoco tuvo mucha oportunidad-, el de mi hermano tampoco, y los de mi entorno en mi infancia eran figuras ausentes.
Yo sé que no voy a tener hijos sin padre, porque es una figura que he echado mucho en falta y no querría lo mismo para mis ninyos. Pero también he pensado siempre que sería difícil encontrar un padre para los hijos que sí querría tener en un futuro (MUY futuro, mi reloj biológico está silencioso y hace bien así ;-) , precisamente por esa desconfianza y porque he conocido pocas personas que piense que son válidas para ser padres. Que quieran comprometerse con sus hijos, que quieran disfrutar de ellos sin perdérselos, como han hecho generaciones y generaciones. Que no los usen como arma de fuego cuando la relación con la madre se acabe. Que les quieran por encima de todo, tan fácil y complicado como eso.
Y este post viene a cuento de que este fin de semana he tenido un poquito de esperanza en ese sentido. He estado con un amigo que es padre desde hace un anyo, y es un lujo ver la relación que tiene con su pequenyaja, cómo ella le mira con ojos de adoración, probablemente la misma que él le tiene a ella. Cómo juegan, cómo la hace reír, cómo habla de ella y se le llena la boca y le brillan los ojos.
Y he pensado que tal vez en mi generación las cosas estén cambiando realmente un poco. Que tal vez los hombres de hoy no son como los de ayer -y ya, generalizo aunque no se deba, pero nuestra experiencia personal nos marca un poco-. Que tal vez hoy sí hay esos padres que saben disfrutar de sus pequenyajos sin perdérselos, que para algunos los hijos no son carga ni obligación impuesta de la que escapar a toda costa, sino un regalo y un compromiso que aceptar libremente.
Este amigo del que hablo me ha dicho muchas veces que si él fuera mi padre estaría irremediablemente orgulloso de mí. Yo sé que él es el padre que yo hubiera querido tener, y que su ninya tiene muchísima suerte. Los dos, en realidad, por tenerse el uno al otro.
Y yo también, porque verles juntos me ha abierto una puerta que tenía cerrada...
Luego, en una época de ninya en que pasé bastante tiempo en el hospital, aparecieron los padres. No para estar con los ninyos -que insisto, no es que yo les tenga manía, es que brillaban por su ausencia, al menos hace veinte anyos-, que esa labor seguía siendo de ellas, pero tachán... eran los que aparecían cuando se daba el alta para cargar con las maletas y hacer el traslado a casa en un coche más o menos flamante.
Y yo pensaba, y un día se lo dije a mi madre, que era una pena que no tuviéramos papá -como si eso se compartiera, ella y yo el mismo-, porque siempre teníamos que cargar nosotras con los bártulos y esperar a que llegara un taxi.
Esta historia tiene un final bonito (que mi madre le contó lo que yo había dicho a un companyero de su curro que a partir de entonces ejerció de papá, llevando maletas hasta su coche y el coche hasta nuestra casa, y que yo andaba orgullosísima del papá que habíamos encontrado -seguía sin entender muy bien el concepto, está claro), pero es el germen de cierta desconfianza que yo he tenido siempre hacia el género masculino, no como hombres en sí pero sí acerca de su incapacidad para ser buenos padres. El mío no lo fue -aunque tampoco tuvo mucha oportunidad-, el de mi hermano tampoco, y los de mi entorno en mi infancia eran figuras ausentes.
Yo sé que no voy a tener hijos sin padre, porque es una figura que he echado mucho en falta y no querría lo mismo para mis ninyos. Pero también he pensado siempre que sería difícil encontrar un padre para los hijos que sí querría tener en un futuro (MUY futuro, mi reloj biológico está silencioso y hace bien así ;-) , precisamente por esa desconfianza y porque he conocido pocas personas que piense que son válidas para ser padres. Que quieran comprometerse con sus hijos, que quieran disfrutar de ellos sin perdérselos, como han hecho generaciones y generaciones. Que no los usen como arma de fuego cuando la relación con la madre se acabe. Que les quieran por encima de todo, tan fácil y complicado como eso.
Y este post viene a cuento de que este fin de semana he tenido un poquito de esperanza en ese sentido. He estado con un amigo que es padre desde hace un anyo, y es un lujo ver la relación que tiene con su pequenyaja, cómo ella le mira con ojos de adoración, probablemente la misma que él le tiene a ella. Cómo juegan, cómo la hace reír, cómo habla de ella y se le llena la boca y le brillan los ojos.
Y he pensado que tal vez en mi generación las cosas estén cambiando realmente un poco. Que tal vez los hombres de hoy no son como los de ayer -y ya, generalizo aunque no se deba, pero nuestra experiencia personal nos marca un poco-. Que tal vez hoy sí hay esos padres que saben disfrutar de sus pequenyajos sin perdérselos, que para algunos los hijos no son carga ni obligación impuesta de la que escapar a toda costa, sino un regalo y un compromiso que aceptar libremente.
Este amigo del que hablo me ha dicho muchas veces que si él fuera mi padre estaría irremediablemente orgulloso de mí. Yo sé que él es el padre que yo hubiera querido tener, y que su ninya tiene muchísima suerte. Los dos, en realidad, por tenerse el uno al otro.
Y yo también, porque verles juntos me ha abierto una puerta que tenía cerrada...
...aunque insisto, mi reloj no hace ningún tic-tac!
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