miércoles, 4 de mayo de 2005

Lo enfermo y lo sano

Cuando era pequenya, a los cuatro anyos, y después de cambiar por otro al pediatra que insistía en que la ninya era una quejicosa y tenía gases, me diagnosticaron un estupendo Linfoma de Burkitt en estadío 3, ahí en mi intestino, haciéndose fuerte. Cáncer, palabra que no suele recibirse con sonrisas. Le pintaron a mi madre el bonito -y realista- panorama de un 30% de posibilidades de que la ninya tuviera oportunidad de hacerse mayor, y empezaron las operaciones -cuatro-, las sesiones de quimioterapia que se alargarían durante dos anyos, el uso de gorritos tipo La Casa de la Pradera, y el apelativo carinyoso de mi madre, "Coquito Pelado", o "Coquito Sabio". Y las vomiteras, el ir al colegio un día sí siete no, los celos de mi hermano y las vias cogidas en manos y pies... todo un mundo. Aunque no se quedó como un mal recuerdo: una aprendió a leer de corrido, escuchó infinidad de cuentos, aprendió a jugar al ajedrez (ehem... a mover las piezas, vale) y se hizo la tahúr de pediatría con las cartas, el dominó, los dados y el parchís de su parte.

La quimioterapia de los tempranos 80 tenía más efectos secundarios que la de ahora, y el mismo defecto, creo: arrasar con todo. Células sanas, enfermas, daban igual, todas a una a la calle. Una se quedaba hecha una piltrafa en miniatura, hubo alguna temporada de burbuja por eso de que tanto liarse a aniquilar células y nos habíamos quedado bajo mínimos. Pero era la quimio, y era la única manera de acabar con las células cancerosas: llevarse por delante una buena parte de las sanas.

La muchacha que escribe se puso bien, pasó revisiones y acabó superando los diez anyos de plazo una vez acabado el tratamiento: ya ni siquiera hacían falta las revisiones porque nos habíamos agarrado al 30% famoso. Y pasaron los anyos, y llegaron nuevas enfermedades, de otra índole pero con algunas cosas en común.

Una de ellas es la que tenía en la cabeza al escribir este post. Hace unos anyos que entraron en mi vida una práctica familia de medicamentos que luego irían y vendrían según la racha. El de hoy es la periciazina, ayer fueron otros, manyana... ya veremos. Y todos estos medicamentos siguen un patrón que me recuerda a esa quimio que no distinguía, la pobre, a qué células tenía que cargarse. Ralentizan los pensamientos, pero no sólo los autodestructivos, los enfermos, los descontrolados... los ralentizan todos, los bloquean por igual. Te atontan como única vía de descansar un poco de ti misma. Y es lo mejor, mejor eso que verse acosada por ideas que te poseen y que no controlas en absoluto, mejor que las voces incesantes en la cabeza... pero vuelve a sorprenderme que para acabar con lo malo es necesario prescindir de lo poco bueno que tenemos.

En la película LA CELDA (y si alguien no la ha visto a estas alturas y tiene interés, van a venir spoilers varios), una doctora se introduce en la mente de un asesino. Allí encuentra su dualidad: una parte malvada que le ha llevado a esos asesinatos, y una parte buena, atemorizada y empequenyecida, que teme a la Bestia -que es él también- por encima de todo, y que vive bajo la forma del ninyo que fue, escondiéndose en los rincones de la mente, anulada. No había ya forma de recuperar un equilibrio perdido demasiado atrás, así que llega el momento en que la médica atiende la petición del ninyo mental/parte sana, que quiere descansar... y le ahoga, porque es la única forma de poder acabar con la parte asesina/Bestia. De nuevo... para liberarnos de lo enfermo, lo asesino, la Bestia... es necesario matar a lo bueno, lo sano.

Es curioso que el patrón se repita tanto... no puedes acabar con lo malo sin llevarte por delante lo bueno. No puedes descansar de lo enfermo sin haber acabado también con lo sano. Triste... pero sin alternativas.

[Periciazinas, olanzapinas y demás inas, aquí] [La Celda, aquí]

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