miércoles, 15 de abril de 2009

Monstruos y ninfas


Ayer era el chófer de la familia, y hoy calienta el catre de la viuda, con la inocencia de un eunuco. Es un hombre de proporciones desmedidas y facciones bobas. Pulcro en el vestir, desconfiado en su silencio, y parco en el trato.
He de hacer un recado. Me dejas las llaves del coche, mi amor. Le ruega a aquella mujer adusta y siempre fea. No sirves para nada, idiota. Escucha avergonzado. Ni para darme hijos has servido. Le escupe, negándole hasta la mirada. Y con una voz castrada e infantil, impropia de un gigante de casi dos metros, balbucea imprecisiones que acaban en disculpa, esconde sus manos sudorosas en la espalda y, lloriqueando ridículo, se escapa de allí, inventándose un pretexto que le permita salir a buscar fuera, el aire que no encuentra en casa.
Se ha hecho la tarde. Una suave brisa primaveral aligera el paso de las horas y acerca desde las cumbres cercanas el último suspiro del frío invierno. Sentado en el lóbrego cadillac familiar, y embozado en un oscuro abrigo que le confiere un aspecto justamente siniestro, ahora el monstruo sonríe. Y lo hace mientras mira embelesado cómo su nueva ninfa, tras salir del colegio, juega a las muñecas, un tanto alejada de las últimas casas del pueblo. Como a todas las demás, a ésta también ha tardado meses en dar con ella. La ha buscado sin prisas, y con la brillante meticulosidad del viajante puntilloso. Siempre es igual. Las encuentra, se enternece al verles esos ojillos despiertos, se gana su confianza con unos bombones, y les arranca una sonrisa mediante divertidos trucos de magia.
Mañana, desde el oscuro interior del bosquecillo que separa el pueblo de la carretera principal, llegará el hedor de la muerte. No será la primera niña que se encuenta con un delicado corte de navaja en la garganta. Hasta la fecha, todas son rubias y de no más de diez años.

El cebo.- 1958.- Ladislao Vadja.

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