miércoles, 1 de marzo de 2006

Falsos recuerdos


(...) Aquel verano me proporcionó los días más gozosos de mi vida. Fui feliz viendo como su indiferencia hacia mí comenzaba a suponerle cierto esfuerzo; notando como de vez en cuando me mostraba una sonrisa sincera y gratuita; como toleraba que yo le mimase y le tratase a cuerpo de rey cada minuto de nuestra intensa cotidianidad; y como me permitía, por ejemplo, tomarme la libertad y el atrevimiento de acudir, como broma privada y socorrida, a reprocharle que aquel sofá que finalmente trajo a casa, no era exactamente del mismo color verde que con tanta gracia me discutió en el café, la tarde aquella en la que di por hecho que era mío para el resto de mis días.
Pero aquella sumisa felicidad, duró lo que lo hizo el buen tiempo. Con las primeras tardes de otoño, cuando las tempranas lluvias comenzaron a refrescar y a purificar el tórrido ambiente que nos había dejado en depósito el estío, cuando el nuevo curso no había hecho más que comenzar, Arturo se fue de casa sin darme más explicaciones que las que me proporcionó mi nombre escrito en un sobre, en cuyo interior, encontré el dinero para el pago de dos meses de alquiler.
Ya han pasado unos meses.
El invierno viene siendo duro en la ciudad. El barrio ha recobrado la solemne quietud del que aguarda resignado la llegada de los buenos tiempos. Desde hace varias semanas, la culpabilidad que arrastro hace baldío el constante enjugar de mis ojos. Después de desatender durante todo el día la exclusiva tarea de sobrevivir, bien entrada la noche, acabo aceptando como consuelo el hecho de que estoy estigmatizada por un destino reservado tan solo a las hembras de mi familia, que es mucho más poderoso que todo mi empeño y dedicación por eludirlo y, por el estrecho margen de un par de horas, consigo dormir de puro agotamiento.
Sentada en el café de la esquina de la que fuera nuestra calle, espero que un taxi me lleve a la estación. Ha llegado a mis oídos que mi madre se muere de soledad, por ello, he decidido regresar al pueblo y soportar allí, con todo sometimiento, la humillación por mi fracaso.
Hace mucho tiempo que en esta ciudad no luce el sol y que mi sombra se confunde con la oscuridad diurna que todo lo cubre. La lluvia, persistente, se empeña en borrar las huellas de mi felicidad y ahora lo empapa todo; la calle, el interior del café y mi rostro de mujer abandonada...

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