miércoles, 1 de abril de 2009

Sus días y sus noches

Al no coger el paraguas, en el trayecto hasta el trabajo acabó empapada, y el pelo se le quedó como la estopa. Salió un día lluvioso cuando nadie lo esperaba.
En la oficina, un entresuelo gris de ventanucos enrejados, la cosa fue como siempre; rutina espesa, y ella tan ausente y discreta como de costumbre. Comió, más o menos en silencio, con Amparo, la de recepción. Por la tarde, a escondidas, chateó un rato con un desconocido.
A eso de las siete la jornada concluye, y ella vuelve despacio a la soledad de su estúpida independencia.
Acaba de llegar a casa. Antes se ha pasado por el centro y ha visto reflejada su insulsa y desmedida silueta en algún que otro escaparate. Ahora toca ponerse cómoda, llamar a su madre para advertirle de que el sábado comerá con ellos, y preparar la cena. La cena resultará de todo menos ostentosa. En la nevera no tiene caprichos innegociables, sino verduras y cosas lights. Hoy toca emperador a la plancha.
Se pondrá el pijama y las babuchas, recuerdo de Marrakech. Antes de ponerse a cocinar, deambulará náufraga por el salón con una copa de vino mediocre en la mano, y jugará a hacer literatura, apoyándose en el marco de la ventana y mirando, con gesto melancólico, la lluvia resbalar por el cristal. En su memoria aparecerá el rostro de Andrés, al que conoció en aquel viaje por el norte de África organizado para solteros. La cosa no funcionó, pero tras una torpe noche en su habitación, un par de meses de esperanzadores mails y una visita frustrada a su ciudad, sabe que es lo más parecido a una pareja que ha tenido nunca.
Cenará. Verá la tele, alargará la noche con cualquier programa estúpido, y después volverá a llevarse a Antonio Gala a la cama. Leerá un poco, apagará la luz de la mesilla, y en el tozudo recuerdo de una noche africana, se masturbará con cierta prisa, que ya es algo tarde.

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