miércoles, 20 de mayo de 2009

La palabra redundante

La casa ya no le da miedo. Ha tardado un tiempo en conseguirlo, pero ya se ha hecho a sus enormes dimensiones, a su espeso silencio, y a su vida ausente. Va para tres meses desde aquella primera cita pactada por teléfono. Dos veces por semana apeándose en una parada de metro, en pleno corazón de la ciudad. Martes y viernes.
El dueño de la casa es un hombre de una envergadura abusiva. De una corpulencia casi mórbida. Es débil y flojo, y sus movimientos son apacibles y sin gracia. Vive solo, cubierto de un oropel rancio y tristón que dice muchas cosas de esa soledad suya.
La joven suele llegar a media tarde. Nadie sale a recibirla. Desde la segunda visita dispone de llave propia. Apenas llega, se guarda el dinero que encuentra sobre la cómoda y se desnuda. Es bella sin subrayados. Tiene los cabellos de un rubio lejano, sus piernas son atléticas y sus nalgas estrechas y firmes. Descalza y en cueros, de puntillas sobre el frío gres, se dirige a preparar el baño. Enciende el calefactor para caldear la estancia, deja al alcance las toallas y el albornoz y calienta el agua. Suele esperar al hombre arrodillada en el suelo, jugando a sumergir los dedos en la enorme bañera, y musitando una canción, que se diría infantil, en lengua extraña. Mientras, todo se va llenando de un vapor cómplice.
El hombre, hasta entonces invisible, entra en el baño. Sin dejar de mirarla ni un instante, se deja desnudar por la chica. Es parte del precio. La observa como siempre, con una mezcla de admiración y perplejidad. Al principio, a la joven le incomodaba aquella extraña insistencia en el mirar. Hoy se ha acostumbrado a ella, como también se ha acostumbrado a la decimonónica y desabrida arquitectura de la casa.
Sin mediar más que alguna leve sonrisa, la chica extranjera baña al hombre con el tacto de quien no quiere hacer daño. Lo baña con un mimo similar al que recuerda haber recibido de su madre, siendo ella una niña menuda y algo delicada. Le acaricia sus carnes magras, le amasa con suavidad su sexo mísero y, con una enorme paciencia, deja que el hombre alcance el orgasmo por el que ha pagado.
No hablan. Ni hay lengua en común, ni tampoco mucha necesidad de esforzarse en decir palabras que quizá resulten redundantes.

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